QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Aves de noche  y de día como la perdiz o la codorniz, que también están reduciendo su presencia, aunque es fácil su reproducción en cautividad, si no hay una buena cosecha, a pesar de que también notan los efluvios químicos. Cántico inconfundible el de la perdiz y la codorniz que el avispado campesino siempre le sacaba traducción. Formaba parte de la melodía canora del campo en tiempos en que era un primor escuchar cánticos variados por doquier.  Así por ejemplo, medio en broma o realidad ocurrió que en cierta ocasión un mozalbete iba por el término del pueblo y escuchó algo parecido a un cáscale, cáscale, cáscale (canto que procedía de la codorniz) y una contestación no menos sospechosa a modo de voy, voy, voy (que parece ser procedía de un buho), y patas para qué os quiero, echó a correr a casa.

La paloma torcaz continúa todavía planeando el espacio natural del término.  El sisón es una especie ya desaparecida, cuyo nombre le viene dado por su vuelo, ya que sus alas, al tener una de las plumas del borde más corta que las demás, producen un silbido continuo al ser batidas. Podía llegar a medir hasta 50 centímetros. El moril era otra de las aves cotidianas que surcaban el término del pueblo. Y el familiar cántico del biri-biri-chon, chon, chon, con cuyo nombre quedó bautizado por la sintonía de su cántico. La originalidad o seudónimo de algunas aves al no conocer el verdadero, se les suplía por el cántico entonado, por el entorno o por la forma de ser o actuar. Es el caso del pe-cu, que no era otro que el cuco, cuyo canto daba esa sensación y de aquí le vino el nombre; la riblanca, por el color blanco y porque casi siempre se encontraba sobre un terrón o ribazo; la gulluría (abubilla), por su cresta, o el avión por la celeridad con que se desplazaba desde las alturas; el andarríos (pajarito de las nieves), por su presencia en las arroyos desplazándose en carrerilla, y algún otro que ahora no me viene a la memoria. Siguiendo con los nombres peculiares, como en el caso del tordo y la torda, llamábamos pico al pájaro carpintero que taladraba la madera de los árboles, y abejaruco al que lo hacía en los terraplenes. A buen seguro que se nos habrán pasado más de cuatro, pero las aves y los pájaros más comunes han quedado reflejados.

De la tierra y del agua no es que hubiera gran proliferación, e incluso alguno ya no se ve, pero teníamos ejemplos como la familiar salamanquesa que la temíamos por el dicho de “si te pica una salamanquesa, coge la llave y vete a la iglesia”, pero lo cierto es que no se dio el caso, que se supiera. Más dóciles son los lagartos y las lagartijas y tampoco hay que temer a la culebra (distinto era la serpiente), aunque haya a quién le den miedo, y nuestro común escuerzo o sapo. Del agua, quién no fue alguna vez en aquellos años en que comíamos ranas a cazarlas para alimentarse o venderlas; y sin escrúpulos otro tanto de lo mismo con las ratas de agua, que como las culebras también servían para matar el hambre. Pero si hay algo inconfundible de las noches de verano es el griterío ensordecedor de las ranitas en las charcas croando a su antojo. Antiguamente no había cangrejos pero sí en la actualidad, no del autóctono sino del americano, y alguna que otra nutria se ve también.

De insectos estamos bien servidos, tenemos de casi todo, mariposas, para dar y prestar (antiguamente, en verano, aparecían por la noche sobre las fachadas blancas de las casas unas muy grandes y de diferentes colores). Tantos que a veces son un problema cuando se presentan en plagas, cucarachas, escarabajos, hormigas, moscas y mosquitos y hasta algunos tábanos sobre las ovejas en el verano, descendientes de aquellas plagas que antaño picoteaban hasta la saciedad a los pobres machos en plena solana de siega y trilla. No nos olvidemos tampoco de los chínfanos, o lo que es lo mismo, mosquitos trompeteros, ni de las libélulas, las avispas o las abejas que de sus productos (cera y miel) en su día se sustentaron buena parte de los habitantes. Luciérnagas también, para alumbrar la noche a los grillos que se pasaban junto a las ranas dando la tabarra.

No podríamos cerrar este capítulo sin hablar de nuestros animales de alrededor, los domésticos, aunque sólo sea como homenaje por habernos acompañado cuando los hemos necesitado tanto para la labor como para la alimentación y el comercio. Empecemos por los mulos y burros, los bueyes y las vacas (que algunas hubo en el pueblo), perros de todo tipo y especial mención para los galgos. El mundo ganadero lanar estaba bien representado por los muchos rebaños de ovejas que había antiguamente en el pueblo. Tampoco nos olvidemos de las cabras, los cerdos y las gallinas, o los  pollos y conejos. Todos ellos bien conocidos entre las gentes campesinas.

   

 Buscar nidos

 Nidos como éste era el objetivo a conseguir

 

Entre las distracciones que encontrábamos los chicos para pasar el rato una vez iniciado el mes de junio, una de las preferidas era ir a buscar nidos. No éramos los únicos que nos afanábamos en ello puesto que los mozos y también los hombres lo hacían cuando la ocasión se lo permitía. No quiere decir que a los hombres casados les diera por salir al campo a buscarlos, pero cuando estaban en él si tenían la oportunidad de hacerse con los huevos del ave que se encontrara a su alcance, no los despreciaban.

Lo de buscar huevos de los nidos era, además de un entretenimiento, una afición gratificada. Por eso nadie le hacía remilgos a conseguir algunos de ellos y cuantos más mejor. Había quien se aclaraba el gargavero con la suave clara y yema de los huevos, que en los tiempos que corrían y con la que caía en cuestión de ingerir alimentos, nunca venía mal. Cualquier huevo era bien venido para llevárselo al cuajo, y como por aquel entonces el campo estaba lleno de aves, porque todavía no se hacía uso de herbicidas y sulfatos, proliferaban de lo lindo. Éste era el otro motivo por el que había tanta afición a buscar nidos y apoderarse de los huevos, porque se pagaba por ellos.

La abundancia de aves consideradas depredadoras o dañinas para los intereses de los labradores hizo que se primase por sustraer los huevos. El Ayuntamiento de Quintanilla disponía una partida de dinero para pagar a quienes consiguieran hurtar huevos de picaraza, grajo y alcotán, especialmente. Tres aves que de alguna manera irrumpían en las cosechas (las dos primeras) y se comían sus frutos llegando a provocar ciertas pérdidas. El daño que se le consideraba al alcotán era por un imprevisto ataque a los animales. Palomas, gallinas y hasta pequeños e indefensos corderos eran presa fácil para sus afiladas garras y en un descuido se podían llevar algo que costaba mucho mantener.

Así pues, de lo que se trataba era de salir a buscar los nidos de estas tres aves, el del alcotán no era ni tan fácil ni tan abundante encontrarlo, para coger los huevos que un determinado día del mes se llevaban al Ayuntamiento donde el Secretario iba anotando el nombre y la cantidad de huevos que cada cual llevaba recogidos. Creo recordar que una vez acabada la campaña pagaban a las personas relacionadas el montante de dinero en base a la cantidad y al tipo de huevos recogidos. No era un mal negocio si se dedicaba uno por entero a ello puesto que los de grajo y picaraza se pagaban a 1 peseta, y los de alcotán a 5. Ni que decir tiene que el montante total podía suponer unos pingues beneficios que no solíamos percibir nosotros sino nuestros padres que iban a retirar el fondo acumulado cuando el señor Bonifacio, Secretario del Ayuntamiento durante muchos años, daba la orden al alguacil, que no era otro que el “tío Cachucho”, para que la gente pasase a cobrarlos.

Es cierto que no sólo hacíamos a los huevos sino que también aprovechábamos la ocasión para vigilar a todas aquellas especies de aves y ver dónde tenían el nido para en un momento dado, cuando los pajarillos habían dejado de estar en “chichota” y se iban haciendo grandes, cogerlos para hacer una merienda. Más de cuatro nos pegábamos a su costa, pues después de pelarlos se los llevábamos a nuestras madres o a cualquier familiar que no tuviera reparo alguno en hacernos con ellos una fritada. ¡Y a merendar tan contentos!

Buscar nidos entrañaba un peligro real. Subirse a los chopos unos críos como nosotros a una altura considerable, ponía la carne de gallina ya que un desliz, un resbalón, o una rama rota donde se apoyaba la suela, significaba una caída libre y brutal con consecuencias notorias o irreparables. Y ocurría de tanto en tanto tiñendo de dolor el entorno familiar. Menos brutales pero no exentos de peligro eran los arañazos que nos tatuaban los brazos, especialmente, cuando tratábamos de hacernos con nidos colocados en medio de grandes zarzales, espinos o malezas de inaccesible alcance. Nos abríamos camino a base de los palos que le dábamos para que agachasen las “orejas” y así poder despejar el camino hasta su ubicación. A veces era como una obra de ingeniería. Nos las apañábamos como podíamos y pocos de ellos se nos resistían. Cuando ocurría, lo normal era que se lo dijéramos a nuestros hermanos, padres o a alguien de confianza para que lo cogieran. A veces nos daban algo, otras ni las gracias.

Porque lo de encontrar nidos era un secreto inconfesable. Sobre todo aquellos de aves pequeñas que los hacían en el suelo o entre la maleza. Los otros, picarazas y grajos, se solían ver sin hacer demasiado esfuerzo. Así que cada día al salir de la escuela, casi sin haber cogido el mendrugo de pan, echábamos a correr campo a través hasta el nido que sabíamos y con el corazón todavía palpitando nos apresurábamos a llegar hasta él para ver si la hembra había puesto su huevo diario. La alegría era notoria, pero cuando de verdad se hacía desbordante era en el momento en que encontrábamos uno nuevo y antes de llegar a él a quien trepaba por el árbol ya le estábamos preguntando cuántos tenía. Al recibir la noticia, o bien nos invadía el contento o se nos quedaba cara de contrariedad si no había ninguno.

No por ello nos dábamos por vencidos. Cada día si no teníamos otras ocupaciones o una vez acabadas, si el tiempo nos lo permitía nos íbamos nuevamente al campo para dar una batida por ver si encontrábamos algo nuevo, o por vigilar aquello que conocíamos. Había mucha competencia y no era cuestión de dejarnos arrebatar un filón que no duraba demasiado tiempo, pues la época de los nidos duraba apenas un par de meses. Así acaecía durante junio y julio en que las aves andaban criando a sus polluelos y nosotros depredando por afición o necesidad. O por impulso súbito hacia algo que entonces no se consideraba delito alguno porque sobraban pájaros para comerse el cereal, la fruta y la verdura y eso en tiempos de estrecheces era como ganar una batalla al enemigo. De alguna manera gozábamos de licencia para exterminar ya que con ello contribuíamos al control de las aves dañinas y a impedir que las plagas habitaran entre nosotros y se comieran nuestros frutos deseados. Así podíamos echarle una mano al ecosistema para que no imperase la supremacía.

Había otros animales dañinos que escapaban a nuestro alcance. Por ejemplo cazar ratas de agua, comadrejas (que también estaban retribuidas por el Ayuntamiento) o cazar zorros dándoles humo en las madrigueras. De estos últimos también sacábamos nuestro provecho. Cuando alguien observaba que alguna boca estaba “sobada” se ponía la máxima atención por ver si dentro se oía el más mínimo ruido que diera lugar a taparla. Lo que se hacía era buscar leña (retamas, tomillos, aliagas, zarzas, etc.) que se prendieran fácilmente e hicieran cuanto más humo, mejor. Con ello se encendía a la entrada de la boca, un metro más o menos dentro, y cuando se formaba una gran humareda, rápidamente se tapaba con abundante tierra para que no pudieran salir. Pasadas unas horas se volvía al lugar de los hechos y poco a poco se destapaba la boca de la madriguera. Lo normal era que el zorro apareciese asfixiado allí mismo.

A partir de aquí se formaba una comitiva cuando el animal llegaba al pueblo. El autor de la captura lo ponía en boca del que se cruzaba a su paso y por si fuera poco los chicos nos encargábamos de llevarlo en andas por las calles del pueblo diciendo a grito pelado “¿hay quién dé limosna por el zorro?”. A fe que mucha gente no ponía reparo alguno en darnos la consiguiente propina por haber capturado al principal enemigo de las gallinas, que buenos banquetes se pegaba de vez en cuando y nos quitaba un manjar que nos sabía a gloria bendita. Lo recaudado, metálico o especie,  se lo dábamos a nuestros padres que nos recompensaban con alguna cosa y acto seguido el zorro se llevaba al Ayuntamiento para que el Secretario apuntase la captura que después sería pagada.

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