QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Juesveslardero

 

La chiquillería también tuvo su protagonismo en este mundo de diversiones. Aunque su mundo estuvo ligado frecuentemente a la ayuda en las labores del campo, siempre quedaba un hueco para hacer de su misa un sayo y romper con el esfuerzo al que se le sometía. Así que enseguida que sus padres no tenían que hacer uso de él, se escaqueaba como podía y se reunía con los amigos para jugar a todos aquellos juegos que hoy son pasto del recuerdo. El juego de la pítola, el de los palepes, el de las tres en raya, el del cuadro, el de civiles y ladrones… y tantos otros que rompían con la monotonía. Había que aprovechar el tiempo libre porque la ilusión se esfumaba en seguida cuando aparecía la madre o la hermana para avisarle que tenía que hacer algún mandado.

La fiesta de Jueveslardero despertaba una inusitada expectación tras el paso de unos Reyes desangelados que apenas le habían dejado unas castañas y cuatro higos que después, a buen seguro, se lo jugaba a las chapas con los amigos. El rumbo de su vida seguía prematuramente el de sus semejantes mayores y la infancia se le escapaba de las manos sin darse cuenta. Con cuanta ansiedad se prestaban a recorrer el pueblo pidiendo el aguinaldo. De no existir estos ratos en un mundo tan suspicaz como el suyo su existencia pasaría desapercibida. Pero al acercarse Jueveslardero volvía a entonarse la ilusión porque en la escuela comenzaban a oírse cánticos que no tuvieran nada que ver con la tabla de multiplicar, las canciones religiosas o con el cara el sol. El ensayo se acentuaba y las notas de las coplillas comenzaban a unirse. La escuela se hacía hasta más amena y los discípulos dejaban de en la reacia animadversión que les producían el modo de “repartir” más que de impartir las lecciones el maestro.

Jueveslardero lo celebraban con el mayor regocijo unos chiquillos pletóricos de diversión. Un día menos de escuela porque andaban atareados por las calles interpretando el repertorio de chascarrillos y pidiendo a cambio una recompensa, a poder ser chorizo y huevos pero no siempre caía esa breva porque en tiempo de carencias todo era poco para llevarse al cuerpo. Con canciones o sin ellas camelaban a la abuela, a la madre, al familiar, so pretexto de negarse a ir a por el botijo de agua a la fuente o a cualquier otro mandado. También intentaban convencer a la vecina quisquillosa que siempre les estaba reprimiendo su comportamiento.

Se repartían la tarea, unos por un lado y otros por el otro hasta que acaban con la última casa. El cancionero estaba compuesto por una mezcla de chirigotas y coplillas que distraían a los oyentes viéndoles actuar con aquellas vocecillas que apenas les salía del alma. La canción más representativa era la de “De Francia, de Francia vengo”, o la del “Señor don gato”, “la Tarara” y algo más de repertorio. En cualquier caso se esmeraban en lo posible con sus canciones.

                   De Francia, de Francia vengo /de la Francia de Toledo,

                   me encontré con cien ladrones / me quitaron el dinero.

                   Lo poco que me dejaron / compramos un gallo negro.

                   este gallo que mal canta / que le duele la garganta

                   de comer trigo y avena / en las “cámbaras” ajenas.

                   Este gallo no tiene chacha / él solo se está muriendo

                   a diestra el cirujano / y también la del barbero.

                   La limosna que han de dar / ha de ser de chorizo y huevo

                   cinco varas de chorizo / y sino veintitrés huevos.

                   La zambomba tiene un diente / y la muerte tiene dos

                   y el que no nos dé limosna / mala muerte le dé Dios.

                   Allá va la despedida /   con un celemín de mocos

                   y el que no nos dé limosna / que le lleven los demonios.    

 

El pueblo era un foro de pequeños cantores que se esmeraban en lo imposible con tal de sacarle tajada a la interpretación complaciendo al auditorio que no se conformaba con una sola sino que pedían otra. Entonces sacaban a relucir la del “Señor don gato”:

           Estaba el señor don gato, ole, pun, /sentadito en su tejado,

           ole, pum, catapún, catapún / Ha recibido noticias, ole, pun,

           que si quería ser casado, / ole, pun, catapún, catapún.

           Con una gata rabona, ole, pun, / sobrina de un gato pardo

           ole, pun, catapún, catapún. / De la emoción que le ha entrado, ole, pun

           se ha caído del tejado, / ole, pun, catapún, catapún.

           Se ha roto siete costillas, ole, pun, /el espinazo y el rabo,

           ole, pun, catapún, catapún. / Ya le llevan a enterrar, ole, pun,

           por las calles del mercado, / ole, pun, catapún, catapún.

           Al olor de las sardinas, ole, pun, / el gato ha resucitado,

           ole, pun, catapún, catapún. / Y desde entonces se dice, ole, pun,

           siete vidas tiene un gato, / ole, pun, catapún, catapún.

 

Al filo del mediodía el recorrido tocaba a su fin. Con la recolecta se tenía por costumbre comprar naranjas, refrescos o algunos dulces.

La excursión de la tarde se programaba a algún paraje no lejos del lugar. Merienda y diversión motivaban el acto en un día tan especial por cuanto no siempre las madres podían alimentarles a base de tortilla y chorizo, como mandaban los cánones. Por generosidad y porque así lo dictaba la costumbre, los maestros hacían su matanza particular gracias a los obsequios que le proporcionaban las madres de los alumnos a sabiendas que de cualquier modo antes o después iban a saborear el golpe asestado con el inseparable reglín al que tan abusivamente se habían acostumbrado para demostrar a palo limpio que la letra con sangre entra.

 

Estado actual de la tradición: desaparecida