QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

La familia 

 

Familia tradicional numerosa (foto cedida por Hilario García)

 

Las dificultades a las que tuvieron que enfrentarse las gentes del pueblo siempre fueron extremas. Desde el nacimiento a la muerte la vida se convirtió en una odisea porque el camino se hacía tortuoso debido a las circunstancias que transcendían para poder seguir el ritmo marcado por la crudeza impuesta. Cuesta imaginar que nuestros antepasados, las familias que componían el común vecinal, no tuvieran que enfrentarse al padecimiento que suponía querer y no poder dar lo básico e imprescindible para sustentar a sus hijos. Las carencias alimenticias y especialmente las sanitarias hicieron que las muertes infantiles fueran muy frecuentes y que la fragilidad con que sus vástagos se les escapaban de las manos abrumaban sus vidas.

Pero no hagamos un panegírico de la familia en aquellos años en que comíamos ranas y demos por hecho que la vida era y es un camino lleno de tachuelas que hay que intentar no pisar. Entonces uno pisaba de todo, y sobre todo miseria, pero había que darle un sentido continuista a la vida y la mejor manera de perpetuar la especie era trayendo hijos al mundo para incrementar la población. Y las más sufridas de todo el embrollo eran las mujeres, que se tenían que enfrentar al suplicio de parir reiteradamente, aunque a tenor del dicho después del primero el resto salía solo. Las familias del pueblo solían tener muchos hijos, si bien gran parte de ellos morían al poco de nacer sino salían muertos. El primer inconveniente surgía cuando a la madre se le secaban los pechos y no disponía de leche para amamantar al recién nacido, pero siempre había alguna madre que se prestaba gratuitamente a darle de mamar de su pecho para saciar el hambre del bebé. Era una de las tantas necesidades cubiertas por personas que se ayudaban en caso de extrema necesidad. En este caso una madre amamantaba a dos niños a la vez, lo que se denominaba “hermanos de leche”. Si no había tal posibilidad se amamantaba si las circunstancias lo permitían por medio de la leche de la oveja o de la cabra.

El destino estaba servido. Con un poco de suerte el carretón le iba a enseñar la rectitud de la vida. Para eso estaban las abuelas, para enseñarles a caminar, cantarles nanas y darles el chupete de azúcar envuelto en un trapo para endulzarles la vida. Los abuelos en muchos casos eran componentes de la familia. Así que no era raro que en muchas casas vivieran diez o doce miembros. Cuando no se tenía abuelos con los que contar, a los bebés no les quedaba otra alternativa que ir al campo con los padres. Así comenzaba a curtirse su vida, rodeados de naturaleza y bichos vivientes como fieles compañeros. 

 

 

 

 

      

Prototipo de familia y matrimonio de principios del siglo XX

(fotos cedidas por la familia Moraga)

 

Los matrimonios tenían un papel claramente diferenciado entre el marido y la mujer. La supremacía de varón sobre la hembra era notoria, y el trabajo desarrollado por cada uno de ellos, todavía más contrastado. El hombre se dedicaba por completo a las labores del campo y la mujer estaba asociada a la casa y a la familia, pero, por lo general acompañaban habitualmente a sus maridos al campo, excepto en casos excepcionales. No obstante, la mujer se encargaba del cuidado y de la atención del esposo, al que debía obediencia y sumisión, y respecto a los hijos, el cuidado de criarles y educarles. Además sobre ella recaía la atención y el cuidado de las personas tanto pequeños como mayores, de la cocina, del cuidado de los animales de corral, de la ropa, de traer el agua, de lavar, de hacer el pan y la comida y de toda la parafernalia de actividades vinculadas con el ámbito familiar. Y de llevar la comida al campo. Sus funciones se asociaban al papel de madre y esposa.  Al hombre le correspondía trabajar el campo para el sustento familiar y para ello se pasaba la vida en él de sol a sol. Y en muchas ocasiones, hasta bien entrada la noche. Como esposo, el cuidado y protección de la mujer con un hálito de autoridad. En “De institutione feminae chritianae” dejaba claro cuales eran las funciones del matrimonio: “El marido es dueño de sí y de la mujer, no la mujer del marido y no debe conseguir de su marido sino aquello que él le otorgue buenamente y con agrado”.

Respecto a los hijos, ponía firmeza y rigidez educativa y no se redimía en la manera de hacerlo utilizando métodos contundentes si lo precisaba. En relación al trabajo, la división sexual era una norma clara, la mujer ayudaba al marido en el campo, pero no así el marido a la mujer en la casa. Aunque el trabajo de las mujeres era tan pesado como el de los hombres, éstas ocupaban siempre un segundo lugar dentro de hogar. La figura autoritaria del marido significaba que se llevaba la mejor tajada, que ocupaba un lugar preferencial en el hogar y que se acataba lo que él decidía. Tal era la jerarquía dentro del ámbito familiar, concepciones tradicionales muy arraigadas que han perdurado hasta la actualidad.

El papel de los hijos en el ámbito familiar estaba supeditado a las condiciones sociales y económicas. Los tiempos han venido marcando los contrastes acentuados entre épocas. Pero hasta los años sesenta del siglo pasado en que hubo un cambio trascendental en el éxodo emigratorio hacia las ciudades, la concepción de los hijos en el núcleo familiar siguió los designios marcados por las circunstancias. Para empezar, el aprendizaje en la escuela era, en muchos casos, casi obsoleto. Hablamos de épocas, pero hasta el inicio del siglo pasado, por lo general no se prodigaba demasiado la escuela. Muchos de los niños aún no habían cumplido los diez o doce años cuando se habían echado al campo para cuidar las ovejas o para ayudar a los padres. La escuela no era una prioridad dentro de una concepción laboral que no iba mucho más allá del campo para los hombres y de sus labores para las mujeres. Los chicos podían seguir en él trabajando para la economía familiar o guardando el ganado. También podían hacerlo igualmente ajustándose como criados o acudiendo al jornal que se presentase. Las chicas, más o menos, podían seguir el mismo camino. De pastorcillas podían dar el salto a ayudar a la familia, ajustarse de criadas o casarse sin más dilación con el pretendiente que les indujera el padre. Según las necesidades perentorias, el núcleo familiar permanecía homogéneo o se disgregaba para amortiguar el peso que recaía en ella el tener que alimentar a un número determinado de miembros sin medios suficientes para conseguirlo.