QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Pedir la bacalada. Cantar la albada 

  

 Cuadrilla de mozos partícipes en la albada

 

Una de las representaciones de mayor eco tradicional en el ámbito rural fue, sin duda alguna, la Albada o Alborada de novios. La extensa variedad de versiones puso de manifiesto cual debió de ser la raíz o raigambre de este género poético tan difundido por la geografía de Soria hasta el punto de no concebir un solo pueblo sin su canto epitalámico.

La albada posee connotaciones típicamente trovadorescas y quizás no sea arriesgado pensar que su origen tenga una prospección medievalista continuada hasta nuestros días. La serenata alborea a los recién casados a modo de enhorabuena y bienvenida ha prevalecido sin apenas diferencias sustanciales en la ejecución. La alborada constituyó un cántico de carácter cálido y entrañable ligado a un acontecimiento que suscitó una fiesta muy peculiar. Al amanecer un grupo de personas se acercaba al aposento de los desposados y entonaba una canción revestida de felicitaciones y parabienes. Este ancestral rito apenas ha sufrido grandes variaciones y la imagen evocadora familiar no debió diferenciarse en gran medida de aquella primera interpretación.

Con el paso del tiempo las costumbres y las tradiciones han visto mermadas sus facultades representativas debido a la pérdida de buenas intenciones y al rotundo cambio que han experimentado los pueblos en toda su amplitud conceptual. Son muy pocas las costumbres de esta índole que se mantienen vivas entre un amplio, variado y pintoresco abanico de celebraciones y momentos especiales para la ocasión.

El peso específico del protagonismo lo ejerció, como queda dicho y visto, la infatigable y entusiasta actuación de los mozos y mozas del pueblo –también mujeres y hombres- que se prestaban sin limitaciones a darle ambiente con su algarabía al folklore en típicas celebraciones como podían ser una boda u otra festividad.

En Quintanilla, la noche en que tenía lugar la boda, los mozos se dirigían a la casa de los novios donde se celebraba el convite a cantar la albada y a pedir “la bacalada”, como recompensa por la actuación. Según la tradición los recién casados entregaban una gran bacalada (de aquí la prevalición de pedir la bacalada a cantar la albada, porque no siempre una cosa implicaba la otra), pan, torta y vino. Con el tiempo esta costumbre se convirtió en una aportación económica con la que se hacía una merienda.

Cuando la boda no tenía lugar en el pueblo, los mozos esperaban la llegada del nuevo matrimonio y sin tardar se dirigían a la casa donde se hospedaban para darles la buena nueva: enhorabuena y canción. Podía darse la circunstancia de que el marido no fuese oriundo del pueblo, con lo que además de la bacalada –que a buen seguro tendría preparada- habría de invitarles, si anteriormente no lo había hecho ya, por la costumbre que existía de que todos los forasteros que se casaran con una moza del lugar tenían que darles una propina o estipendio. De lo contrario, lo más normal es que le “corrieran” de mala manera. Una especie de canon o tributo por haberles “usurpado” un forastero una pretendiente, que por el mero hecho de ser del pueblo poseían ellos cierta opción para formalizar el noviazgo y posterior matrimonio. La arraigada endogamia apenas permitía intrusiones y por lo general la concertación de matrimonios tenía lugar entre parejas nacidas en el mismo lugar. Así se iban consagrando los matrimonios tras presentar las credenciales en forma de amonestaciones por si hubiera algún impedimento que pudiera anular el enlace.        

El contenido de la albada desvela toda la pasión épica y poética del acontecimiento utilizando en ocasiones modismos exagerados para exaltar los valores conceptuales de la composición. Pero esta exageración tiene como contrapartida un realismo interpretativo natural, a veces rayando lo burdo.

La versión cantada en Quintanilla testimonia un sentimiento generalizado hacia los recién casados, las circunstancias que les rodean y ciertas significaciones características del momento. No todas las composiciones contienen aspectos epistemológicos ni mucho menos caracterizaciones elocuentes dignas de mención. Especialmente objetivaciones suntuosas en expresiones que emanan cierta reminiscencia medievalista, como por ejemplo “doncella fuisteis”. Grado sumo de alabanza que no coincidía en absoluto con la condición social ostentada. Porque la albada apenas traspasó la frontera de la clase baja, a cuyo grueso pertenecía la práctica totalidad de la población de pequeños núcleos rurales donde se llevaba a cabo la costumbre. Fue la propia sociedad quien segregó su cultura, arraigada a su condición, que en absoluto tomó conciencia fuera de ella. 

Como queda dicho, la noche del día de la boda o cuando los recién desposados visitaban el pueblo, en el supuesto de que el enlace hubiera tenido lugar fuera de él, los mozos se dirigían a la casa donde se celebraba el acontecimiento. A la llegada, el alcalde de la Cofradía de mozos hacía saber cuales eran las intenciones, pedir la costumbre, la bacalada, y cantar la albada, por si había algún impedimento para cantar. Podía ocurrir que la muerte reciente de algún familiar cercano a los novios supusiera la no interpretación de la misma.

En caso contrario, si se aceptaba el canto, se cerraban puertas y ventanas aislando totalmente a los presentes en la boda de la cuadrilla de mozos, quienes apenas dejaban que se arrimase nadie al lugar. Debía existir un aislamiento total entre los invitados y los intérpretes.

A una primera salutación seguía una exposición de lo acontecido en aquel día tan inolvidable. No faltaban en el contenido valoraciones referidas al propio matrimonio, consejos, “significa la fe viva que os habéis de tener”, o a su indisolubilidad, “los anillos son los grillos/las arras son las cadenas/el platillo la humildad/y la estola la obediencia”. La gracia y el encanto físico de la dama también aparecen remarcados “pisando palmas, olivos, flores y ramos” y la consideración de su persona “que te has venido a llevar/del árbol la mejor rama”. O aquella otra que dice: “En el mar hay una peña/de ella sale una fuente/y de esta casa una novia/que le dice al sol, detente”.

El excesivo encanto se muestra totalmente contrastado con la realidad, y el lujo figurativo asoma en la versificación para dar mayor realce al banquete. Así dice que “las mesas son de nogal/los manteles son de lino/los cubiertos son de plata/los vasos de cristal fino”. El convite, lógicamente casero, en las circunstancias reseñadas adolecía de lo más indispensable. Por lo general, durante mucho tiempo, en la mesa brillaban por su ausencia los vasos, suplidos por el porrón, los cubiertos eran aportados por los propios invitados ante la gran cantidad de comensales, quienes no rompiendo con la costumbre, se repartían para comer metiendo la cuchara o el tenedor en el mismo recipiente. Lo austero y frugal de la comida (alubias, garbanzos, animales de campo, cabezas de oveja asadas, asaduras, algún cordero o simplemente chicharros) se hallaba lejos de los ricos “manjares”.

La recompensa por la interpretación fue un hecho real para estas ocasiones. En el cancionero religioso de Semana Santa encontramos ejemplos considerables: “Echa la mano al bolsillo/mozo no seas cobarde/somos hijas del Santísimo/y queremos ayudarte”,  recordando al auditorio que la actuación y la constancia tenían un precio: “si se echa mano al bolsillo y nos tirara un doblón”. O aquella otra que dice: “con el cuchillo en la mano/y la torta pa’ partir”. No debe resultar extraño porque ambas cosas eran compatibles: el dinero que el padrino podía hacer entrega y la torta que nunca podía faltar en las bodas.

El final se cierra con unas estrofas que ponen de manifiesto un aspecto muy característico y sarcástico: la especulación de cómo podía ser la primera noche de bodas. El intrusismo aparecía desde la trampa que se les solía hacer a los novios en la cama esparciendo sal gorda o atando los extremos de las sábanas, hasta esconderse en la alcoba para vigilar las intimidades. Esta burlesca costumbre contrajo muchas pistas falsas para deshacerse de los intrusos.

Como suele ser habitual en este tipo de cancionero, nada se sabe sobre el autor ni la época a la que se remonta la costumbre. Al igual que la de Quintanilla, hay infinidad de versiones repartidas por zonas y lugares con ligeras variaciones en la letra y en la tonalidad. Respecto a la versificación, es una copla compuesta de estrofas de cuatro versos casi todos ellos octosílabos con rima asonante en el segundo y en el cuarto. Un tipo de estrofa característica de fuerte raigambre popular.

 

 

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