QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

Uno de los muchos episodios que rodeaban los peligros de la exposición al medio, a la fuerza de la naturaleza. Las tormentas se cebaban frecuentemente con los campos del pueblo dejando a la gente sin sus cosechas en el último suspiro. Haciendo lo posible para evitarlo, el Ayuntamiento tenía establecido un sistema de prevención que consistía en que por adra unos cuantos vecinos se desplazaran a lugares estratégicos del término desde donde lanzaban potentes tracas con el fin de desviar las nubes hacia otros lugares. Ignoramos el éxito, pero la práctica continuó realizándose. Siempre expuestos al peligro, si no era la sequía era la tempestad la que enfriaba el sudor de su frente y reducía a cenizas todos sus esfuerzos. Pedir a Dios por la protección del campo era una constante, por ello cuando los frutos estaban a buen recaudo celebraban el buen fin de los mismos. En tiempos difíciles la gente era más humana con las necesidades y se prestaba a ayudar a quienes lo necesitaban para no verles decaer en la miseria. Se ayudaban mutuamente en caso de siembra o de recolección por una enfermedad o accidente, por la muerte de un animal de labranza o porque la situación se lo impidiera. Era la solidaridad de la gente que no entendía de egoísmos sino de equiparación vecinal. Por eso, aunque las enemistades tenían lugar, la armonía que reinaba en el pueblo era notoria. La calle era el punto de encuentro de la confraternidad, se salía a ella a realizar trabajos y de tal modo se convivía con los vecinos. Lo mismo se veía concurrida al sol de principios de otoño para esmotar las alubias blancas o pintas, los garbanzos, los titos o cualquier otra legumbre para prepararla para el consumo o para el mercado; o a la sombra del verano haciendo ataderos para atar los haces de la mies, que machacando el biercol para hacer escobas con las que barrer la era. Eran algunas de las muchas estampas típicas que se apreciaban por doquier.  

 

Esmotando garbanzos (óleo de De la Rosa)

 

El cierre del ciclo recolector suponía el súmmum si la cosecha había sido productiva. Por eso la fiesta patronal, que antiguamente se celebraba en octubre, colmaba y culminaba todos los deseos. Por eso la gente se entregaba a tope a pasar un par de días pletóricos. A su modo, a su manera, pero disfrutando de la fiesta y olvidándose por unas horas de la crudeza subsistencial. Al día siguiente tocaría ir de nuevo al tajo, a labrar la tierra o a jornal para ganarse unas perras. A jornal iban incluso las mujeres, otra faena más que se buscaban. Por lo general solían ir a San Esteban de Gormaz o a la Rasa, ¡caminando a la ida y a la vuelta, con sus diez kilómetros largos de distancia! Por lo general iban a arrancar o cavar patatas y remolachas con la azada, por supuesto. Trabajo duro desde la salida del sol hasta mucho más allá de que se pusiera; mucho sacrificio pero también se lo pasaban bien, porque en el camino entre las mujeres y los hombres, se cuentan las acechanzas, apuestas, jolgorios y cánticos que acaecían.

Noviembre era el mes de la feria de San Esteban en la que se trataba especialmente con animales. A ella acudían casi todas las familias para ver qué ambiente había y por si se terciaba, comprar o cambiar algún ganado. Los más pequeños se relamían de gusto con las milongas o los pirulíes que esperaban les comprasen los padres, si la ocasión lo permitía. De lo contrario vuelta para casa sin catar las mieles de los dulces. El camino, entre carros, machos, asnos y personas, semejaba una especie de romería porque a la vuelta siempre había más animación. En la medida de lo posible la gente del pueblo acudía a ciertos eventos de pueblos de alrededor. Los mercados semanales de San Esteban de Gormaz y de El Burgo de Osma, las ferias, las romerías, como la de San Bartolo, en Ucero, que a pesar de los muchos kilómetros se desplazaban en carros, en monturas o andando. Mucha gente junta elevaba al máximo el tono de la algarabía que se formaba de regreso a casa. Caminatas a mansalva se daban las gentes del pueblo. De especial mención la de ir al molino de Soto de El Burgo, que distaba también lo suyo. Aquí, normalmente, iban las mujeres con la talega de cereal, bien de trigo negrillo o de centeno, sobre el burro o la mula, y arreando camino de ida y vuelta. Pero cuando llegó la requisa eran los hombres quienes de noche iban y volvían con las talegas de harina. El racionamiento estaba a la orden del día y quienes pudieran no renunciaban a disponer de los suyo. ¡Qué recuerdos para quienes vivieron momentos tan difíciles! La requisa no sólo era sobre el cereal sino sobre cualquier bien que el campesino pudiera tener. Así que la gente del pueblo escondía como podía y cuanto podía todo aquello que era motivo de inspección cuando se tenía noticia de que llegaban al pueblo los requisidores. Se tapiaban paredes tras las cuales se escondían alimentos, principalmente; en los muladares de alrededor del pueblo también se escondía garrafones de vino o de aguardiente. Además la gente del pueblo, como todos los de su clase, estaba sujeta a pagar los famosos diezmos y primicias, que no era otra cosa que la décima parte de lo que producían. Ello contribuía a que las familias tuvieran un poco menos y se empobrecieran más. La iglesia esquilmaba de lo lindo cobrando diezmos sobre todo lo que se cosechara ya fueran animales, cereales, vino, lana, cera, etc., que iba a parar más bien a los de arriba que al cura raso. Era de obligación aportarlo, de lo contrario te metían el miedo en el cuerpo entre lo espiritual y lo terrenal.

Miedo, lo que se dice miedo, se infundía por doquier, a los chicos y a los grandes. Miedo de cualquier tipo e índole. Desde la oscuridad de la noche a los gitanos, pasando por las brujas, los maquis y los sacamantecas. Miedo de hacer algo malo, y aquí entraba todo tipo de sospechas habidas y por haber, de que si no se obraba con recto proceder estabas condenado a ir derechito al Purgatorio, así que para subsanar los descarríos lo mejor era pasar por el confesionario para contarle al cura los pecados cometidos y los actos impuros. La iglesia de antaño ponía firmes hasta al más jorobado, y como queda dicho le sacaba hasta los higadillos si podía. Sirva como ejemplo las famosas bulas para poder comer carne durante los días de la Cuaresma. ¡Menos mal que la pobreza no se podía permitir manjares como estos cualquier día del año! Los viernes, por supuesto, nada de pecar porque de lo contrario se tenía limitada la entrada en el reino de los cielos. De lo terrenal, es decir de lo que uno se podía encontrar sin esperárselo, era más fácil que el miedo se hiciera realidad. Miedo ficticio y miedo real, porque de tanto llevarlo en la mente uno lo veía hasta en la sombra.

Cuentan que cierta noche acudieron varios vecinos a una bodega alertados por las sospechas de que había gente en ella. Portando bieldas, hoces y algún que otro instrumento de semejante singularidad y a la voz de “el que esté dentro que salga, de lo contrario pasará por nuestras manos”, nadie contestó porque el posible intruso no era otro que la sombra de quien había ido a por el vino. Miedo real era el que se tenía a los gitanos, que cada vez que hacían su aparición por el pueblo había que atrancar bien las puertas de las casas y las de los corrales, especialmente el de las gallinas, porque de lo contrario en un plisplás ya te habían soplado lo que pudieran porque se metían hasta en la cocina. Lo de los robos era una afición bastante común, pequeños hurtos por necesidad para poder sobreponerse. En el pueblo llegó a haber algún pobre de solemnidad. Miedo también el que se les infundía a los chicos, sobre todo si se portaban mal, con los maquis y los sacamantecas, amén de los mencionados gitanos. Y no podemos acabar este tema sin mencionar el miedo a las brujas, que según se cuenta por el pueblo haberlas las hubo, y que para rematar su aparición hay un paraje conocido como la senda de las Brujas, aunque ignoramos el motivo de la dedicación. Lo cierto es que la gente sí creía en ellas, que las había con nombre propio y que a algún que otro que le echaron el mal de ojo se las apostaron con la hoz en el cuello para que dejaran de meterse en su vida. Era tanta la maleficencia que se las atribuía que se dieron casos de pequeños temblores en el pueblo que al ver moverse todo el paramento de utensilios colgados en la pared de la cocina, se les culpaba de ello.

Acabaremos el tema con un mes que era, quizá, el más esperado y deseado, el de diciembre porque en él se celebraban dos acontecimientos de gran relevancia: la navidad y la matanza del cerdo. La navidad de antaño en nada se parecía a la de ahora, se vivía con mayor fervor, devoción y creencia dentro de un mundo de austeridad, miseria incluso, pero mucho más ilusionista, sobre todo para los más pequeños. El hecho de reunirse toda la familia durante estos días era ya motivo suficiente para que se caldeara el ambiente. La comida era otro de los motivos por los que merecía la pena su llegada. No era nada del otro mundo, ni se inflaban a comer como ahora, pero los platos típicos diferentes al resto del año sabían a gloria y dejaban satisfechos. El pollo de corral, el cardo, la carne de caza, los turrones, las mandarinas o las naranjas, los higos y las castañas. Todo ello por simple que pudiera parecer se apreciaban como manjares. ¡Era tanta la ilusión! Los más pequeños celebraban un día singular, los santos inocentes. La costumbre era ir por las casas pidiendo el aguinaldo, o engañando a alguna que otra mujer despistada diciendo si tenía tal cosa que ya se lo devolvería su madre cuando lo tuviera; después de entregárselo salía corriendo diciendo “los santos inocentes se lo pagarán”. Refunfuñando, la mujer levantaba el brazo en tono amenazante diciendo “hay cuando te coja, pillín, me las vas a pagar”. Así acaecían anécdotas de toda clase, muchas de las cuales se nos escapan de esta narración. La navidad, a buen seguro, sería blanca porque las nevadas de antaño eran de órdago, no como ahora que nieva tres días y parece que sea algo sobrenatural. Antiguamente el pueblo podía aparecer nevado todo un mes entero. Así que para matar el rato se cazaban pájaros con cepo o por la noche en las bardas donde dormían. Bienvenida la carne para hacer un plato de arroz. Lo que se hacía también en estas fechas invernales era buscar caracoles en los agujeros que había por los huertos de la Fuente. Con ellos los mozos se hacían sus meriendas. Maneras de pasar el rato y proveerse de comida, porque todo lo que fuera buscar cosas por el campo era contribuir al sufrido alimento de que se disponía. La caza era uno de los ejemplos más evidentes  que contribuía a la alimentación familiar. Antiguamente se realizaba básicamente con galgos. Se cuentan episodios con nevadas, por lo cual estaba prohibido, en que cazadores y guardas propiciaban espectaculares persecuciones por el campo.

El campo, siempre presente en casi todas las facetas y secuencias de las gentes del pueblo, en el que se movían con asiduidad. Era como una relación platónica entre el hombre y la naturaleza, una simbiosis sin cuya existencia se hacía imposible el devenir.

  

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