QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

La escuela

 

Aula de una escuela tradicional

 

La escuela de antaño en nuestro pueblo, como en todos en general, ha sufrido una evolución considerable a lo largo de su historia. Si nos remontásemos a siglos pasados, ni siquiera existiría, o al menos fuentes documentales como el Catastro de la Ensenada no mencionan al maestro como posible oficio o profesión, lo cual induce a pensar que antes de 1750 no habría escuela en Quintanilla. Es sólo una suposición, pero ¿cuándo comenzó a implantarse? No se sabe. Así que habrá que echar mano de la imaginación y pensar que en un momento determinado se planteó la necesidad de darle una educación a los niños para que tuvieran conocimientos básicos sobre las cuatro reglas, aprender a leer y escribir y sobre todo ciudadanía, un concepto al que por aquel entonces se le daba mucha más importancia que ahora.

A cuestas con la vida, apenas quedaba tiempo para hacer otra cosa que no fuera trabajar y a los estudios casi no se les daba importancia alguna. A la escuela se iba poco y de mala manera, un privilegio para quienes podían acudir a ella de manera cotidiana. Pura vida, cruda realidad. Total para cuidar del ganado o sacar los surcos más o menos rectos no había que esforzarse demasiado en aprender, en el caso de los chicos; las chicas otro tanto de lo mismo: religión, cantar, leer y escribir y aprender a coser para cuando ejercieran sus labores de madres y esposas. Anécdotas de la escuela de antaño contadas por sus protagonistas revelan la poca seriedad y la mucha rectitud que había. De tal manera que a un alumno que llegara tarde le podía recibir el maestro detrás de la puerta con la vara en la mano para sobarle las costillas. 

Los maestros estaban hechos a la medida de las circunstancias. Enseñaban las nociones que buenamente conocían para inculcárselas a sus pupilos, al menos en los inicios de la escuela. Entonces todos los chicos iban a la misma escuela, mixta, y aunque de diferente edad compartían la misma aula, si bien unos iban más adelantados que otros. Eso era al principio de los tiempos, pasados los años en el pueblo hubo dos escuelas diferentes, la de los chicos y la de las chicas. Tiempos de gloria para la escuela y para el pueblo. Por increíble que parezca, allá por los años 50 del siglo pasado llegaron a haber 80 alumnos en las escuelas, cuando el pueblo llegó a tener casi 400 habitantes. ¡Qué sensación de progreso!

 

Don Inocente Moraga las Heras

 

Uno de los maestros que tuvo el pueblo y que marcó cátedra fue don Inocente Moraga, que tras dejar la docencia el pueblo le dedicó una placa en reconocimiento por la labor prestada. La saga de los Moragas estuvo muy vinculada al pueblo, puesto que ejercieron profesiones de raigambre, por aquel entonces. Don Miguel Moraga fue durante muchos años Secretario del Ayuntamiento, y su hijo Inocente tuvo un destacado cargo en el Gobierno Civil de Soria. Como en toda profesión, uno se puede encontrar con docentes buenos y malos. En Quintanilla hubo buenos maestros, además de don Inocente. Que se sepa ejercieron la profesión don Manuel Molinero entre 1841 y 1847, al menos, que además haría las veces de sacristán y fiel de fechos, o sea Juez de Paz. Transcribimos el punto o apartado que hace referencia al tema escolar recopilado de la escritura que a tal efecto firmó el Ayuntamiento con el citado para ejecutar diferentes funciones. Documento que se halla en el Archivo del Ayuntamiento.

Punto 4º. "Que ha de dar lección y escuela a todos los niños que acudan a ella en todos los días del año, a excepción de los no permitidos por reglamento, y será obligación de sus padres el enviarlos desde la edad de seis a diez años, y los dichos padres le pagarán a tres celemines de trigo por leer, y a seis por escribir, leer y contar…”  Dicho acuerdo se firmó en Quintanilla de Tres Barrios, el día nueve de septiembre de 1841".

Era bastante frecuente que por los siglos XVII y XIX las funciones de maestro, sacristán y fiel de fechos (hechos) recayesen en la misma persona. No se han encontrado documentos que hagan mención a la contratación de una persona para ejercer de maestro exclusivamente durante este siglo. También se tienen noticias de otros maestros como don Tomás Esteban Martín, que ejerció allá por el año 1927, y que por algún motivo que se desconoce también sería maestro interino en ese mismo año don Pablo de la Morena. Se recuerda también a don Severiano (que también impartió docencia durante muchos años), don Ginés, don Francisco, don Joaquín, del que fui discípulo durante toda mi escolarización y al que le debo muchos de mis conocimientos, y don Marcos, de Zayuelas, último maestro tras el cual se cerró la escuela. Maestras que se recuerden, doña Agustina (que creo que era la mujer de don Inocente Moraga), doña Petrita, doña Adela, doña Vicenta, y la última que fue doña... 

En clase, por aquel entonces, los niños quedaban separados por secciones: primera, segunda y tercera. Había paridad en algunos casos, en otros un alumno podía pertenecer a una sección en asignatura o materia concreta y a otra sección en otra. En ello influía la aplicación y supuestamente la edad. De las asignaturas se impartían Doctrina e Historia Sagrada, Aritmética, Geografía e Historia, Geometría y Dibujo. A distintos niveles en función de la aptitud del alumno y de su relativa estancia en la escuela. Se calificaba la aplicación, el aprovechamiento y la conducta. Había clases nocturnas para las personas que no pudieran asistir o para quienes eran analfabetas. Así don Joaquín, como maestro, se brindaba altruistamente a ello y también el vecino Gerónimo Lafuente, que no tenía título de maestro, pero daba clases gratuitas en su propia casa a todo aquel que quisiera tener unos conocimientos.

Para quienes no sepan cómo era la escuela de antaño hay que decirles que los pupitres eran de madera (a veces bancos largos de madera gruesa un tanto destartalados), con unos agujeros donde se incrustaban los tinteros. Entonces no había bolígrafos sino plumillas y había que ir con mucho cuidado para no derramar la tinta, porque con el secante no dábamos abasto. La clase tenía también el típico encerado, como se le llamaba entonces a la pizarra, en el que se utilizaba el pizarrín para escribir.

Las clases eran muy disciplinadas y los maestros muy respetados. Cuando los alumnos estaban en clase y llegaba el maestro, los alumnos nos levantábamos sin hacer ruido. Y si era el alumno el que llegaba tarde, se llamaba a la puerta y se preguntaba: “buenos días, señor maestro, ¿da usted su permiso?” Educación y dureza, porque cuando uno no se sabía la lección, lo mejor que le podía pasar era que le dieran unos reglazos en las yemas de los dedos o en las palmas de las manos; lo peor, castigarle de rodillas de cara a la pared, o con los brazos en cruz (y a veces con un libro en cada palma de la mano), o dejarle encerrado en clase al mediodía sin comer, que también podía pasar. El lema que proclamaban algunos maestros era: “la letra con sangre, entra”. No era de extrañar que algunos no quisieran acercarse a la escuela y que el maestro saliera corriendo tras ellos, campo a través, para atraparlos. Hechos verídicos de la escuela de aquellos tiempos. Una escuela que, como queda dicho, no les serviría para cambiar el rumbo de sus vidas porque iban a ella por temporadas y la mayoría no lograban acabarla porque el destino les tenía preparados el oficio de pastor, el de irse a servir o el de jalonarse en el campo. Pero el curso escolar era más amplio que el de ahora, del 15 de septiembre al 15 de julio y los sábados por la mañana también había clase.  

El aprendizaje básico era leer y escribir en una cartilla y se repetía una y otra vez la misma lectura, a veces casi se sabía de memoria. Un mismo libro, la famosa Enciclopedia Álvarez, de distintos grados, contenía todas las materias. Se cantaba, (incluido el Cara al sol, creo que los sábados a la salida de clase) y se rezaba (en el mes de mayo, todas las tardes asistencia obligada al rosario. Y los domingos a misa, de lo contrario el cura le pasaba el parte al maestro y éste le castigaba al alumno), se recitaba la tabla de multiplicar, se hacían trabajos manuales: murales, felicitaciones en el día de la madre o el padre. Y sobre todo, se cuidaba mucho la caligrafía, se hacían letras en cuadernos de muestra y la letra bastante lograda.      

A los alumnos lo que más les gustaba era el recreo porque se jugaba a los muchos juegos de los habidos entonces, por supuesto nada de balones de fútbol ni maquinitas. Evidentemente, las chicas por su lado y los chicos por el suyo. También la hora de la gimnasia era del agrado de la mayoría. Las chicas, sin ir más lejos, antes de comenzar la sesión disponían de un precalentamiento a ritmo de canción. Una canción que sus protagonistas aún siguen rememorando cuando la ocasión lo requiere:

 

               Las manos altas, anchas y estrechas y la derecha arriba está,

               con grande esfuerzo a la cabeza, manos llevar.

               Desde los hombros las bajaremos, las juntaremos con dilación,

               batir las palmas con alegría y en la armonía de la canción.

               Nuestra canción, es canción de gimnasia

               que en nuestra alegre escuela se siente un bienestar.

               Ligeras nos torcemos, ligeras nos doblamos

               y nuestros cuerpecitos se desarrollarán.

               Flexiones con los brazos, flexiones con las piernas

               un salto compañeras y después a trabajar.

 

En el invierno el precalentamiento venía muy requetebién porque en la escuela la calefacción habida era la estufa, a la que había que estar atacando cada dos por tres de rajas de chaparro, que cortaba el pueblo en el monte para poderse calentar. Por semanas, dos alumnos se encargaban de encenderla diariamente antes de que comenzaran las clases. Años después, allá por los 50-60 del pasado siglo, la estufa sirvió también para calentar la leche que tomaban los alumnos, gentileza del gobierno americano; lo mismo que el trozo de queso amarillento que se nos daba por la tarde al acabar la clase. Todo ello porque nos veían poco desarrollados.

En las paredes de la escuela, además del mencionado encerado, no faltaba el mapa de España, una esfera, la foto del jefe de gobierno y, por supuesto, el crucifijo. Un armario donde se guardaba todo el material, la mesa y los pupitres. Y poco más. La escuela siempre será un lugar de encuentro, de recuerdos y de nostalgia, a pesar de la rectitud, en los que unos más que otros con mejor o peor fortuna, tuvimos nuestra formación básica para afrontar la vida. Si acaso la desdicha hoy de no poder llamar a la puerta y preguntar al maestro: “¿Da usted su permiso?”