QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

La desaparición del pueblo de Torderón

“Cuenta la leyenda que la desaparición del pueblo de…”. Así comienzan muchas historias que tienen como transfondo la desaparición de pueblos por motivos cuanto menos que curiosos o enigmáticos que se han ido trasmitiendo de boca en boca y de generación en generación para hacerse eco de un hecho o acontecimiento que dio al traste con su continuidad. Semejantes narraciones no sólo se refieren a los pueblos sino también a otros casos envueltos en una aureola de suspicacia o realidad. Quienes tienen alguna vinculación con estos hechos pueden dar fe de que lo que se cree en exclusiva de un lugar es parecido a lo de algunos otros. Tal es el caso de la conexión de las torres vigías con un cauce fluvial mediante una galería para suministrar agua en caso de asedio.       

Torderón fue un pueblo asentado en las inmediaciones de la zona este de Quintanilla de Tres Barrios, junto a la mojonera de Osma y Valdegrulla. Sin apenas vestigios en la actualidad que lo reconozca, se conoce el punto de su ubicación bordeando la carretera que une Osma con Berzosa no lejos de la dehesa de Valdegrulla, ni del nacimiento o manantial que da origen y nombre al río o arroyo del Torderón, que atraviesa el término de Quintanilla hasta desembocar en el Duero aguas abajo en San Esteban de Gormaz. Torderón no sería un pueblo de muchos vecinos sino un pequeño asentamiento formado por algunas casas cuyas gentes trabajarían la tierra y probablemente dispusieran de alguna cabeza de ganado. Su ubicación estaba bien comunicada con un terreno tirando a  fértil y de cierta productividad, lo que en cierto modo evitaría pasar calamidades. Nada sabemos de ello, aunque todo induce a pensar que el agua y la tierra húmeda dieran buenos resultados a sus labrantíos.

Una celebración que tuvo lugar en Torderón fue el detonante de su desaparición. Según la versión oral que ha venido circulando de generación en generación, con motivo de una boda fue invitado a ella la totalidad de la población. Ello nos induce a pensar que no serían muchos sus habitantes. O para más exactitud, todos menos una anciana, por motivos que nunca se llegarían a saber, que a la postre sería quien dejaría la caldera donde se cocinaría la comida para los comensales. El caso fue que la alegría se tornó en tragedia. Celebrada la ceremonia tuvo lugar el convite en casa de los padres del novio y todo fueron parabienes y felicitaciones por el desenlace, pero más aún por el deseo de probar la comida que, como solía ser habitual en estos eventos, se esperaba con cierto anhelo. No trascendió lo que comieron pero sí el que los comensales empezaran a sentirse indispuestos y su estado empeoraba por momentos hasta que poco a poco los síntomas se tradujeron en efecto mortal. Al cabo de un par de días la tragedia se cebó con ellos de tal manera que fueron muriendo uno tras otro sin ningún tipo de asistencia. Sólo quedó en el pueblo la afligida anciana que no pudo hacer más que avisar a la gente que acertó a pasar por allí para que en la manera de lo posible dieran sepultura a sus cuerpos.

El motivo de la muerte en masa no fue un envenenamiento premeditado, pero sí un envenenamiento en toda la regla causado por la mala higiene o limpieza de la caldera. Las calderas de cobre, como las que todavía hoy conocemos y cocinamos en ellas, en que generalmente se hacía la comida en determinadas conmemoraciones, o las morcillas en la matanza, producen en sí mismas cardenillo o verdín, una capa sobre la superficie del metal que se forma mediante un proceso de corrosión provocando un óxido venenoso de color verdoso o azulado. Necesitan una higiene en profundidad y no debió ser así en tal celebración, lo que dio lugar al desenlace fatal de la gente del pueblo.

Quedaría sola y descompuesta la pobre anciana hasta que le llegó la hora de la muerte, que no acaecería a mucho tardar. Al parecer nadie de los pueblos colindantes, Osma, Valdegrulla, Quintanilla, o incluso Berzosa, mostraron ningún interés en ocupar el espacio dejado por las gentes del pueblo, motivo por el cual su despoblación fue inminente y los bienes de los muertos quizá repartidos entre sus herederos o usurpados por los impíos que supieron de la tragedia. De tal manera acabó la existencia de Torderón, no sin dejar huella de su nombre en el río que nace donde él murió.

 

Acontecimientos semejantes de desapariciones de pueblos podemos encontrar entre las “crónicas” que nos han llegado con el simple cambio del motivo que lo generó. No hay que bucear demasiado en la literatura de leyendas para encontrarnos con tales causalidades y hacer coincidir la variación o el motivo ocasionado. Florentino Zamora Lucas, en sus Leyendas de Soria, rescata de la Antología de leyendas de la Literatura Universal, editada por Vicente García de Diego, la desaparición del pueblo de Mortero, enclavado en las estribaciones de la sierra de Almaza a Vadillo. Así describe los hechos. “Era corto el número de sus habitantes y vivían en gran armonía. Una vez celebrábase una boda entre dos jóvenes de las familias más acomodadas, y como el contento por ambas partes era grande, quisieron que todos los vecinos asistieran a la boda. Todos, sin embargo, no podían asistir; uno al menos había de quedarse guardando el ganado del pueblo. No parecía que debía sacrificarse a un joven, que eran natural disfrutase con la fiesta y el baile, –así, se pensó en una buena anciana necesitada, a la que se ofreció una paga por el servicio, que ella aceptó con gusto.

Tras la ceremonia tenían que dar un gran banquete, y para guisar la comida sacaron el agua de un pozo; más dio la fatal coincidencia de que en él vivía una salamandra acuática, y de tal modo había envenenado sus aguas, que todos los que tomaron la comida hecha con ella murieron; así, pues, perecieron todos los habitantes del pueblo de Mortero. Es decir, todos no; sobrevivió la vieja que estaba guardando el ganado, y que pasó a ser propietaria de la dehesa vecina y del ganado de todos los vecinos.

No se atrevió, como es natural, a permanecer en las casas del desventurado pueblo de Mortero, y se fue al cercano de Arévalo, a cuyos habitantes regaló la rica dehesa y el ganado”.

La leyenda de la desaparición de Torderón no sólo ha sido conocida en el pueblo sino en el entorno de los pueblos de alrededor. Al respecto hay quien cree que su desaparición pudo haberse debido a alguna contienda que se llevó por delante la vitalidad del pueblo, bien por arrasamiento o por la huida de su gente. Uno de estos supuestos tuvo que ver con las guerras carlistas, según afirmaciones. No deja de ser una hipótesis aventurada sin datos que lo confirmen, pero lo que sí parece cierto es que las campanas de Torderón pasaron a lucir la espadaña de la iglesia de Valdegrulla. 

 

Las campanas que tocaron solas

En torno a las campanas se ha generado una literatura oral con cierta trascendencia que en ocasiones ha dado bulo a creencias, apariciones, obras o milagros. De muy distinto signo, el milagro de las campanas dio lugar a todo tipo de interpretaciones y con ello se creó una aureola credencial que supuso revalorizar los votos a la imagen de la divinidad.

En Quintanilla tenemos nuestra versión de los hechos ocurridos un día del mes de mayo, el mes de María, el de las flores y del rosario. El rosario tuvo que ver con lo acontecido, con lo que el pueblo explotó de entusiasmo por haber obrado un prodigio la Virgen de la Piedra. Mayo, como se ha dicho, ha venido siendo un mes aperturista de luz, de color, de esperanza, de religiosidad. Un mes cargado de protagonismo tradicional con ribetes religiosos que daba alas al profundo sentimiento de las gentes del pueblo. Hay que recordar que mayo comenzaba con su tradicional pingada del Mayo, la celebración del día de la Cruz, la bendición de los campos, el día de San Isidro, de la Atalaya y la Ascensión, y si las circunstancias lo requerían, también de las Rogativas. Con todo ello, el santo y seña del mes era el rosario. A él debíamos acudir obligatoriamente los chicos de la escuela, que por sí solos ya formábamos un cincuentena, y la gente del pueblo que por devoción participaba en él para pedir por las personas y por los campos. Los niños pequeños estaban al cuidado de sus hermanos o de sus abuelas y con ellos acudían a oír el rosario.

Tal fue el caso de Marina, la hija del tío Pedro y la tía María, que con sus dos añitos cumplidos acudió a la iglesia acompañada por su hermana Laura, algunos años mayor que ella. Fue por el 1950 y en pleno mes de mayo las gentes del pueblo estaban entregadas enteramente al trabajo del campo. Hay que decir, como ella misma confiesa, que Laura era bastante despistada y olvidadiza, más si se tiene en cuenta que a la edad que contaba entonces estaría más por el juego con las amigas que por la atención de lo que se le encargaba. El caso fue que Marina se debió quedar dormida en el suelo de la iglesia, quizá cobijada bajo algún banco, y cuando acabó el rosario salieron todos del recinto sin que nadie se percibiera que permanecía en su interior. Especialmente Laura, que para nada echó en falta a su hermana, la cual seguiría en un sueño profundo custodiada por santos y vírgenes.

Pasaron las horas y distraída como estaba en el juego no echó para nada en falta a Marina. La llegada de la noche le recordó que tenía que volver a casa y al verla llegar sola sus padres le preguntaron por su hermana. Laura se quedó pensativa y no supo qué responder puesto que no sabía dónde había perdido a su hermana, ni recordaba si había salido con ella de la iglesia. La preocupación se apoderó de la familia y mucho más de Laura, pero en principio no le dieron importancia por creer que estaría en alguna casa. La primera búsqueda resultó infructuosa, lo cual supuso cierto temor y la consiguiente movilización vecinal para encontrar a la pequeña. El nerviosismo se fue apoderando de los padres, y muy especialmente de Laura que se sentía culpable de la pérdida de su hermana Marina. Sus padres insisten en que recuerde dónde la vio por última vez, pero Laura por más esfuerzos que hacía no atinaba a saber el lugar exacto. El pueblo era un clamor, llamando y buscando a la pequeña que apenas sabía pronunciar algunas palabras.

Sonaron las campanas como solía suceder cuando una persona se perdía para orientar al descarriado. En este caso poco tendría de lógica porque la niña era de muy corta edad. Pero ¿quién tocaba las campanas?, se preguntó el sacristán si las únicas llaves de la iglesia las tenía él y ésta estaba trancada. Fue como una premoción que corrió como la pólvora por el pueblo. Se dirigieron a la puerta de la iglesia y pudieron contemplar con sus propios ojos que la puerta permanecía trancada y las campanas seguían tocando. Se les erizó la piel a los presentes por lo que estaba aconteciendo. El sacristán abrió la puerta y entraron temblorosos en su interior. Encendieron la luz y cuál no sería su sorpresa al ver a Marina junto a la soga de la campana apenada y llorosa, quien al ver a sus padres la cambió el semblante. En medio de la emoción reinante le  preguntaron quién había tocado la campana, a lo cual contestó la niña que había sido ella. Según pudieron entresacar de su escueto vocabulario, Marina se había despertado en medio de la oscuridad y al verse en semejante situación comenzó a llorar de manera destemplada. Entonces oyó una voz que procedía de la “Virgen guapa”, quien le dijo que tirara de la soga de la campana para que vinieran a buscarla.

La versión de los hechos corrió de boca en boca. Durante los días siguientes, el pueblo fue un hervidero de comentarios en torno a lo acontecido. ¿Milagro? ¿Realmente se le apareció la Virgen? ¿Tuvo Marina la suficiente intuición, en la oscuridad, para coger el cabo de la soga de la campana? A su edad, ¿pudo Marina tener la fuerza suficiente para hacer mover el badajo de la campana? Interrogantes sin desvelar que sólo el testimonio de la pequeña daría pie a pensar que por propia intuición no habría sido capaz de tañer la campana. ¿Hubo, realmente, un soplo divino que la guiase en la oscuridad?

 

Como apuntábamos al principio, el toque de las campanas de modo autómata ha venido generando dudas inquietantes que ha dado pie a todo tipo de elucubraciones. Nos consta algún hecho enigmático relacionado con el toque de las campanas en semejantes circunstancias. Debió ser por aquella misma época cuando unos ladrones intentaron robar los campanillos de una ermita en Santa María de las Hoyas. Por una extraña circunstancia, misterio sin resolver, los campanillos comenzaron a tocar de manera autómata ahuyentando a los ladrones que salieron despavoridos al no ver a nadie en el recinto. Pero lejos de desistir se empeñaron en su intento de robarlos de nuevo, antes bien se cercioraron de que no ocurriese lo mismo. Precavidos ellos les ataron los badajos para que no sonaran y esta vez sí se los llevaron. Pero, ¿por qué no sonaron?

 

            

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