QUINTANILLA DE TRES BARRIOS

La Virgen de cera quemada

Los bulos surgidos en los pueblos suelen abonarse fácilmente a emitir juicios sin basarse en la realidad de los hechos. A determinados sucesos se les suele dar interpretaciones al libre albedrío de quienes propagan como verídico lo que no tiene fundamento básico por ignorar las circunstancias que lo ocasionan. La rumorología interpretativa está llena de argumentos en los que se juzga a ciertas personas de haber actuado de una manera deliberada lo que da pie a sucesos imprevisibles. Este tipo de acontecimientos tuvo su filón en el papel desempeñado por la brujería, ampliamente difundido por doquier pero con especial predilección por los pueblos en los que tuvieron un protagonismo estelar. No vamos a tratar aquí hechos acaecidos por quienes saciaron su venganza en sus propios convecinos, sino en quien actuando sin ninguna maldad se le atribuye algún castigo divino.

Lo que se narra a continuación es una especie de leyenda circunstancial por considerar que la desgracia vino cebándose con su protagonista por haber cometido un sacrilegio sin tener constancia de ello. Cuando ocurrió la acción su protagonista apenas contaba doce años y no intuía que por llevar a cabo semejante decisión se vería privada de ser feliz en su matrimonio.

 

Inés y Rosalina eran dos hermanas que como tantas otras niñas de su edad se vieron en la obligación de ayudar a sus padres en lo que buenamente pudieran para poder sacar adelante la hacienda familiar. Eran unas crías cuando tuvieron que cuidarse de llevar a pastar al campo unas cuantas ovejas. Eran la fiel imagen de las pastorcillas de Fátima, Lucía y Jacinta, que para más parangón compartirían el trabajo quizá por el mismo tiempo, allá por el año 1917. E incluso la historia también tiene como protagonista a la Virgen, sólo que por motivos totalmente diferentes. Mientras las ovejas pastaban sin demasiada guía, las dos muchachitas se entretenían jugando, cogiendo florecillas, que en ocasiones acababan siendo pasto de los animales, o haciendo alguna cosa que no estaban seguras de su realización. En fin, en apariencia una vida un tanto bucólica o idílica que se había apoderado de sus juegos preferidos. Jugaban con lo que buenamente podían o encontraban porque ni siquiera las muñecas estaban a su alcance.

Un día en que pastaban con su ganado por los aledaños de la ermita de la fuente se entretuvieron en recoger la cera de las velas esparcida que encontraron junto a la pared de la misma. Un elemento más con el que entretenerse a falta de otra cosa que les llamara más la atención. Empezaron a mezclar y moldear la cera, a hacer formas y dar moldura a lo que ellas creían ser seres, animales o cualquier otro objeto que se les antojaba viviente. Pero ya que estaban a la puerta de la ermita ¿porqué no hacer la figura de la Virgen de la Piedra? “Anda, qué buena idea has tenido, Rosalina”, le dijo su hermana Inés con aparente satisfacción. “Haremos la Virgen bien bonita, ya verás”. Y empezaron manos a la obra, una haciendo la cabeza, otra el cuerpo, las piernas, los brazos… y cuando tuvieron todo disponible montaron las partes para crear su obra de arte. Se mostraron satisfechas por el trabajo realizado, pero no resultó tan sencillo el que las partes se conjuntasen de ninguna de las maneras y cuando no se desprendía la mano era la cabeza, y cuando no la pierna, de tal manera que el primer contento por el éxito se convertiría en decepción sin pasar demasiado tiempo. Allí dejaron la Virgen descompuesta hasta el día siguiente en que quizá lo cogerían con mejor gana y tuvieran más suerte. Pero no sucedió así por mucho que lo intentaron. “¡Sabes, qué –le dijo Rosalina a su hermana-, mañana cogeremos una cerilla y así será más fácil que se pegue!”. Al siguiente día volvieron a intentarlo, pero lo que al principio resultó ser posible, al momento volvía a desprenderse porque además se les descomponía cada vez más la figura de la Virgen. Fue Rosalinda quien le dijo a Inés: “¿Sabes qué? Creo que la Virgen como mejor está es quemada”. Inés no supo qué responder y su hermana sin darle tiempo a pensar encendió la figura de cera que se fue derritiendo hasta que la imaginaria Virgen de la Piedra quedó fundida.

Con el tiempo, ambas serían aceptadas en matrimonio. El casamiento de Inés aportó al matrimonio cinco hijos que se criarían sanos o al menos sin contratiempos de salud. Rosalina pariría diez hijos que nunca llegaron a sobrevivir sin saber a ciencia cierta cuál podía ser el motivo por el que nacían muertos o morían al cabo de poco tiempo. No tardó en rumorearse por el pueblo que el motivo de ello sería debido al castigo divino por haber quemado a la Virgen, y por ello fueron diez los hijos perdidos, como pudieran haber sido cincuenta de haberlos engendrado. Aquél vientre estaba maldecido por haber cometido tamaño sacrilegio. Se desconoce si Rosalina fue sabedora de que la causa de tanta desgracia tuviera que ver con la quema de la Virgen de cera, pero por el pueblo corrió el bulo de que tal hecho tuvo que ver con tanta muerte asociada.

 

Las condiciones de salud y de vida que por entonces castigaban a las personas eran muy frágiles. Morían tanto en vida como en los partos por simples trastornos, enfermedades infecciosas, malnutrición o males diversos. El caso de matrimonios con hijos muertos en el mismo parto o postparto era muy habitual. En algunos casos las muertes se cebaban con ellos y podían perder dos, tres, cuatro, cinco y hasta más hijos, como el caso de Rosalina. Pero achacarlo a determinadas causas, incluido al mal de ojo, era atribuir sin fundamento lo desconocido, la evidencia. Lo más probable es que en muchos de estos casos en que los niños nacían muertos, o a los pocos días, fuera debido al factor riesgo de incompatibilidades en la sangre de ambos cónyuges (Rh positivo o negativo). Cuando una mujer Rh negativo y un hombre Rh positivo conciben un hijo, existe la posibilidad de que el bebé tenga problemas de salud porque los anticuerpos Rh que se generan durante los embarazos pueden ser peligrosos para la madre y el bebé. La enfermedad Rh puede derivar en una anemia aguda, ictericia, daño cerebral y paro cardíaco en el recién nacido. En casos extremos, cuando la cantidad de glóbulos rojos eliminados es muy alta, puede causar la muerte del feto. Causas que por aquellos años la medicina desconocían completamente.

 

El hombre que se le apareció a la extraviada

La protección de determinados santos hacia personas o animales ha sido una devoción generalizada por las gentes de los pueblos, especialmente. A ellos se les concedían súplicas, se les encendían velas y se les rezaba, en algunos casos, la pertinente oración en su nombre. Había santos a los que se les tenía una devoción especial por el carisma y la creencia de que su poder influía poderosamente en el devenir de los acontecimientos. Entre los santos con más apego, quizá san Antonio Abad haya sido el que más adeptos ha captado por su condición de protector de los animales.

De protección se trata el siguiente suceso, si bien no de un animal sino de una persona. Una mujer sola en el campo, totalmente desorientada, se vio sorprendida por la oscuridad de la noche, errando el camino que la había de llevar al pueblo. La tía Faustina volvía a casa del campo cuando se le echaron encima las tinieblas. Cual sería su sorpresa al darse cuenta que se hallaba totalmente descontrolada y sin rumbo. Ignoraba cómo podía haber errado en un camino tantas veces transitado pero no daba crédito a lo que le estaba sucediendo. Se le representaba un paisaje en la oscuridad irreconocible sin saber dónde estaba, si en el término del pueblo o en de otro colindante. A medida que pasaba el tiempo los nervios la atenazaban aún más en el intento de recordar el camino en que se encontraba y el que debía de tomar para encaminarse al punto de destino. Pero por más que lo intentaba no era capaz de precisarlo y cada vez se desviaba más y más de su objetivo hasta el extremo de alejarse del pueblo. Desolada como se encontraba no sabía qué determinación tomar, si seguir o replantearse la situación.

Es de suponer que le daría vueltas a la imaginación y optaría de nuevo intentar recordar el camino, aunque le atenazaban los nervios y no atinaba a encontrarlo. Se dio por vencida. No se veía con ganas de volver a intentarlo, estaba nerviosa y se le hacía un laberinto el camino a seguir para encontrar la salida. Al final optó por recitar la canción de san Antonio Abad, protector de los animales y de los errantes. Y por si daba resultado optó por encaminarse de nuevo a fin de conseguir el camino directo hasta que le dio la sensación de que próximo a ella se vislumbraba una silueta humana. Se le erizó la piel, le dio una sacudida el corazón, tuvo miedo, pero ¿de qué? si ya estaba perdida. Caminó con precisión y cuando llegó a la altura del caminante, éste le preguntó adónde se dirigía y le contestó que se hallaba perdida. Quien le hablaba era un hombre cubierto con un gabán y unas barbas prominentes, que le preguntó hacia dónde se dirigía. La acompañó hasta situarla en el camino que la llevaría al pueblo.     

Caminó con premura, con ansia, con decisión porque ahora sí veía claro el camino correcto. Cuando vio la silueta del pueblo respiró aliviada y dio gracias a Dios, ¿a Dios?, pero no apartó de la mente el mensaje que había enviado a san Antonio Abad. ¿San Antonio Abad? ¿Acaso no podría haber aparecido ante ella el propio santo para indicarle el camino correcto? ¿Quién podía ser, sino, aquella persona caminando de manera incierta por un lugar como aquél y a una hora como aquélla? No le cabía la menor duda, aquel hombre no podía ser otro que san Antonio Abad y había acudido a su llamada. ¿O quizá se trataba de una persona de algún pueblo de alrededor de camino a casa? No lo tenía claro, pero fuera quien fuera, aquel hombre de rostro enjuto y largas barbas la dejaba con la duda inquietante de su identidad.

En las inmediaciones del pueblo escuchó el alboroto de la gente y las voces llamándola. Comprendió que todo el pueblo habría salido a buscarla por el campo y aún estaban intentando localizarla. Al llegar ante los congregados todo fueron emociones profundas. Especialmente las de los más allegados. Preguntas sobre lo ocurrido y respuestas apenas sin precisar porque no atinaba a contar lo que realmente le había pasado para extraviarse. La penumbra de la noche y la oscuridad reinante habían hecho desvariarse y ya no pudo atinar el camino correcto. Pero lo que realmente dejó pensativos a los oyentes fue el encuentro con el personaje que le indicó el camino de regreso al pueblo. Las indicaciones y el aspecto que presentaba indujeron a la gente del pueblo a pensar si aquel hombre fuera un caminante que por casualidad transitaba a aquellas horas por aquel paraje o se trataba de una aparición crucial atraída por la llamada de la propia Faustina para orientarla en su extravío.

De lo que no pudo sustraerse el pueblo fue de la noticia acontecida y de la nebulosa que envolvió por algún tiempo las conversaciones de la gente.   

 

La caja que cayó del cielo

Es vox pópuli que cuando una persona se ahorca algo impredecible puede acontecer. Las entrañas de la naturaleza se desgarran y rompen en un estallido de tensión desbordante provocando una tormenta descomunal. Tal era la creencia o afirmación por parte de las gentes del pueblo por haber sido testigos de este desastre cada vez que acontecía un desgraciado suceso de semejante magnitud.

Uno de estos sucesos dio como resultado la muerte por ahorcamiento de una mujer (no se precisa la identidad) en su casa. El día había sido diáfano y a las pocas horas del suceso el cielo se tornó en brusco negror, hasta asfixiar la luz solar y dar paso a una tormenta desastrosa que arrasó toda la cosecha. El cielo se rasgó en un diluvio con tal fuerza descomunal que cayeron sapos y culebras. La desolación de la gente del pueblo fue tremenda, habían perdido la cosecha en un santiamén. De nada sirvió sacar los santos para que presenciasen tamaño espectáculo, como hacían siempre. Ante los ojos atónitos de los creyentes, la tormenta seguía con su exterminio y nada le paraba en su acción.

Nunca en anteriores ocasiones había ocurrido, pero en ésta algo misterioso cayó del cielo en forma de una cajita que alguien divisó entre el torrencial diluvio de agua y granizo. Alguien que desafiando a la descarga se atrevió a salir del cobijo y corrió hacia donde había visto que caía al suelo. Costaba divisarla pero al instante vio junto a la pared de una casa deslumbrar algo fuera de lo normal y corrió hacia allí para ver de qué se trataba. La cogió e intentó abrirla pero le resultó imposible, no sabía bien si por la celeridad emprendida por las inclemencias en que se encontraba o bien porque no había manera de poder dar con el sistema de apertura. Ya en el interior de la casa volvió a intentarlo pero no supo atinar el modo ni la manera de separar ambas partes. Estaba seguro que algún secreto debía tener que él desconocía. La cajita era dorada, del mismo material con que estaba hecho el sagrario. Por eso pensó que siendo sagrado sólo algún pastor de la iglesia podría conocer su secreto.

Ello le hizo desistir en el intento y después de observarla detenidamente una y otra vez, decidieron entregarla al cura por ver si él conseguía descifrar el secreto para poder abrirla. Nunca se supo si alguien pudo conseguirlo y por tanto tampoco el contenido de la misma. El cura manifestó haberla entregado al obispo y aquí se perdió la pista. Pero durante mucho tiempo se estuvo hablando por el pueblo del misterio de la caja que cayó del cielo. Vino y quedó en el cielo, porque en la tierra, al menos en el pueblo, jamás se supo cuál pudo ser el motivo por el que la tormenta trajo entre sus “regalos” semejante tributo. La interpretación que corrió entre los corrillos de la gente del pueblo fue muy sui géneris. Cada cual apuntó a una causa el envío de aquella caja, mas el desconocimiento de su contenido impidió saber si alguien había acertado en la opinión emitida.

Lo que sí se hizo más expectante a partir de aquel envío o señal, como alguien apuntó a manifestar, fue el que las personas del pueblo estuvieran más atentas cada vez que algo parecido ocurriese en el pueblo. Pero no volvió a ocurrir más en lo sucesivo porque no trascendió la noticia de haber encontrado algún otro mensaje enviado del cielo.

 

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